De Cerro Viento a El Dorado
Salí de casa de mi madre en Cerro Viento. Se me ocurrió traerme la patineta que de niño usaba. Estaba llena de polvo y algo maltratada, pero no tenía nada que indicara que no se podía usar.
"Para dónde vas con eso", preguntó mamá. Le contesté con una sonrisa, tal vés la misma de niño travieso que solía darle cuando me escapaba a patinar por las angostas aceras y calles del vecindario.
Bajé por la calle por donde estaba la casa de mamá. Tuve que abandonar la acera porque o bien las veraneras u otras plantas que sobresalían por encima de las cercas de los vecinos me podían lastimar el rostro, o porque la misma se angostaba debido a que los vecinos, para aprovechar hasta el último pedacito de terreno, habían construidos sus cercas o muros mucho más allá de los límites de su propiedad. Más allá de "la municipal", como alguna vez escuché decir al maestro de obra que erigió la cerca de la casa de mamá. Y así lo habían hecho la mayoría de los residentes.
Por esto, continué caminando, patineta bajo el brazo, por la orillita de la calle, sorteando cercas, plantas, y autos estacionados. De estos últimos había muchos. La mayoría pertenecía a los hijos adultos de los residentes quiénes aún vivían con sus padres a pesar de tener años de estar trabajando. Imagino que lo primero que compraban era un auto, es lo normal debido al estado del transporte público, pensé. Además, con lo que ganan solo les alcanzaría para una vivienda de interés social, por allá quien sabe dónde, Chepo quizás.
Dejé de la flaca calle de mamá, y de inmediato fui tentado por la algo más amplia ( o menos angosta) calle principal. Un boulevard en miniatura que desemboca en la Tumba Muerto en una pendiente tentadora para cualquier patinador. Era Domingo al mediodía, y la invitación de mis recuerdos, a pesar del carbonizante sol, pudo más. Puse la patineta bajo mis pies y volví a ser niño. Comencé a descender y la velocidad permitió que la tenue brisa que soplaba actuara como un gran abanico que me refrescaba el rostro. En ese momento mi cabeza se sumergió en un laberinto de recuerdos de la infancia, de los tiempos en que casi no había autos, la gente no levantaba cercas y solo sembraban veraneras por su belleza, y no para que sus espinas desalentaran a los intrusos. Las aceras y las calles eran nuestras. Aunque de ves en cuando recibiríamos un jalón de orejas de mamá porque algún vecino se quejara de alguna de nuestras travesuras. Nada serio. Tiempos aquellos.
Estaba a punto de terminar mi recorrido físico, y pasaba ya por la entrada de la última calle adyacente, cuando un auto amarillo y con números en sus lados, no hizo el "alto" a tiempo, creo yo, y terminó golpeándome por el costado. Por suerte no venía rápido. Por lo que pude ver fracciones antes del impacto, deduje que el mensaje en el celular del chófer ha de haber sido de vida o muerte ( no la mía, obviamente), o de su madre quizás, y por eso no me vió, ni tampoco al alto.
Quedé tendido sobre el pavimento, y calle abajo, mi patineta siguió su recorrido. Me puse de pie y, a parte de unas raspaduras leves, no sentí ningún dolor a hueso roto. Desde el auto el conductor me observaba, y al ver que yo parecía estar bien, dobló hacia la Tumba Muerto, no sin antes gritarme "chico de Porras, casi me matas de un susto". Se iba, así como si nada. Me llené de coraje, y con mi dignidad lacerada decidí seguirlo, tal vez era alguien del barrio, pues algunos hacían de taxistas o eran palancas los fines de semanas. Había unos que eran policías, incluso de Tránsito. No éste, no creo. De serlo habría hecho el alto, no?
Corrí hasta la Tumba Muerto, y recuperé mi patineta justo antes de que corriera peor suerte que yo. Pude ver el auto pero no alcancé a ver su placa. Creo que ni siquiera tenía.
Más adelante en una de las paradas, los pasajeros de un metrobús dañado se apeaban del mismo con rostros de disgusto. Pasé de largo y cada cierto tramo de la casi inexistente acera me trepaba en la patineta. No tenía mucho sentido hacerlo, pues donde había acera, ésta estaba agrietada o había algún carro estacionado.
A pesar de ser domingo, el tráfico era lento y pesado, aunque no lo suficiente para que yo le pudiera dar alcance al taxi. Me crucé para la casi nula isleta que quedaba bajo la línea del metro, el cual, estaba atascado en los rieles allá arriba, fuera de servicio, hacía meses ya. Entiendo que no hubo presupuesto para subsidiarlo lo que se vió reflejado en su mantenimiento.
La gente no dejaba de sonar la bocina de sus carros. El escándalo era insoportable. Los vendedores ambulantes parecían ser dueños de las calles, y las motos se movían en las direcciones que se les antojara. El escenario era de humo, ruído, caos, puro caos.
Así me fui hasta que llegué a El Dorado. Serpenteando mi paso entre el tráfico tras un taxista que pudo haberme matado y que nunca alcancé.
Comenzó a caer la tarde, y al poco rato ya oscurecía. Perdí el interés en el irresponsable taxista y me di cuenta que era mejor volver. Crucé a la parada del lado opuesto de la calle. Casi no había espacio, literalmente no cabía un alfiler. Me recosté contra una de las columnas, justo donde un raído afiche de campaña alentaba a votar por el actual Alcalde, un tal Ricardo "juega vivo" Smith. "la voz del pueblo" decía la última línea, y posaba con una sonrisa que mostraba un diente de oro
Estuve ahí por más de media hora y no pasaba un solo metrobús de mi ruta. No tenía muchas opciones, y caminar de vuelta no era una de esas, pues con el crímen de estos días, me matan hasta por mi vieja patineta. El metro estaba fuera de servicio, y uber y similares ya habían perdido la guerra años atrás, exactamente como yo la había perdido ante el taxista, ellos ante el sistema, y también ante los taxistas. Pero yo debía volver, y decidí que, ni modo, tendría que ser en taxi.
Volví a cruzar la calle y justo detrás del centro comercial había una pequeña plaza atiborrada de autos, amarillos todos. Me acerqué a una caseta que parecía ser el centro de control o despache. "Buenas noches, necesito un taxi", dije. Quien me atendía ni siquiera volteó a mirarme, solo dijo, "sí, y pa' ahónde?
"Cerro Viento", contesté.
"Mmm, ta duro, pero ponte en fila", y señaló hacía un callejón que bordeaba la plaza, también atiborrado, pero de gente. Gente que esperaba su turno para un taxi. Lucían cansados, molestos, sometidos, desesperanzados, y en el mejor de los casos, resignados.
Me paré al final de la cola, y alguien, que no estaba en la fila, reclamó que él seguía después de la señora obesa con los seis niños delante de mi. Era el padre de las criaturas y estaba notablemente ebrio, pues se asomó bociferando desde la puerta de el casino de la plaza con una bebida en su mano. "voy ahí, con la gorda de los pelaítos", dijo con una voz mancillada, y entrecortada por eructos.
Finalmente era mi turno. Me sorprendió que antes de llegar a donde salían los taxis había que subir una escalera maltrecha. A la señora y a sus seis niños les tomó varios minutos y malavares acrobáticos para subirla, y luego por alguna razón se alejaron del taxi. Dudo que un adulto mayor o alguien en silla de ruedas hubiese podrido llegar hasta arriba, jamás.
1038, tenía marcado en el costado el taxi, que al igual que el del perpetrador de mi atropello. tampoco tenía placa.
"Buenas noches, voy para Cerro Viento", dije esta vez con voz de ruego. A diferencia del despachador el individuo al volante me miró frunciendo el ceño, pero no contestó.
El calor era terrible, el sudor me corría por la frente, y aparentemente seguiría sudando, pues me percaté que los controles del aire acondicionado del auto solo quedaban los orificios en el tablero. Además el olor a cigarrillo que provenía del interior me causó unas náuseas momentáneas.
"Disculpe señor, voy para Cerro Viento", volví a repetir. Esta vez, y con cara de no te me acerques, respondió: Pa' allá? Pa allá NO VOY. NO VOY. NO VOY. NOOOO VOOOOOOY. Y su voz parecía reberberar en mi cabeza hasta el infinito. NOOOOOOOO VOOOOOY
Me desesperé como nunca, pero mi desesperación disminuyó cuando sentí la tibia mano de mi esposa sobre mi sudada frente,
"Carlos, se paró el abanico, parece que se fue la luz hace rato", me dijo.
"Qué soñabas que te escuché murmurar?
"Nada, nada mi amor. Solo tuve un mal sueño. Por suerte fue solo eso, un mal sueño, una pesadilla, nada ni de cerca parecido a la realidad".
Luego, a través de la penumbra extendí mi brazo izquierdo, y tanteando con la mano sobre mi mesita de noche localizé mi celular. Lo tomé y activé la pantalla. Busqué en las aplicaciones y mi sentí aún más aliviado. "Y ahora qué haces?, preguntó mi esposa.
"Nada", dije, para luego confesarle, , "verifico que aún existen UBER, Cabify, etc", por si no era un sueño, y me dejé caer en la cama, para en poco tiempo caer en un sueño profundo.
PD: Mi madre jamás ha vivido en Cerro Viento, y nunca me he andado en una patineta.
"Transporte, espacios públicos, y otros demonios urbanos"
Salí de casa de mi madre en Cerro Viento. Se me ocurrió traerme la patineta que de niño usaba. Estaba llena de polvo y algo maltratada, pero no tenía nada que indicara que no se podía usar.
"Para dónde vas con eso", preguntó mamá. Le contesté con una sonrisa, tal vés la misma de niño travieso que solía darle cuando me escapaba a patinar por las angostas aceras y calles del vecindario.
Bajé por la calle por donde estaba la casa de mamá. Tuve que abandonar la acera porque o bien las veraneras u otras plantas que sobresalían por encima de las cercas de los vecinos me podían lastimar el rostro, o porque la misma se angostaba debido a que los vecinos, para aprovechar hasta el último pedacito de terreno, habían construidos sus cercas o muros mucho más allá de los límites de su propiedad. Más allá de "la municipal", como alguna vez escuché decir al maestro de obra que erigió la cerca de la casa de mamá. Y así lo habían hecho la mayoría de los residentes.
Por esto, continué caminando, patineta bajo el brazo, por la orillita de la calle, sorteando cercas, plantas, y autos estacionados. De estos últimos había muchos. La mayoría pertenecía a los hijos adultos de los residentes quiénes aún vivían con sus padres a pesar de tener años de estar trabajando. Imagino que lo primero que compraban era un auto, es lo normal debido al estado del transporte público, pensé. Además, con lo que ganan solo les alcanzaría para una vivienda de interés social, por allá quien sabe dónde, Chepo quizás.
Dejé de la flaca calle de mamá, y de inmediato fui tentado por la algo más amplia ( o menos angosta) calle principal. Un boulevard en miniatura que desemboca en la Tumba Muerto en una pendiente tentadora para cualquier patinador. Era Domingo al mediodía, y la invitación de mis recuerdos, a pesar del carbonizante sol, pudo más. Puse la patineta bajo mis pies y volví a ser niño. Comencé a descender y la velocidad permitió que la tenue brisa que soplaba actuara como un gran abanico que me refrescaba el rostro. En ese momento mi cabeza se sumergió en un laberinto de recuerdos de la infancia, de los tiempos en que casi no había autos, la gente no levantaba cercas y solo sembraban veraneras por su belleza, y no para que sus espinas desalentaran a los intrusos. Las aceras y las calles eran nuestras. Aunque de ves en cuando recibiríamos un jalón de orejas de mamá porque algún vecino se quejara de alguna de nuestras travesuras. Nada serio. Tiempos aquellos.
Estaba a punto de terminar mi recorrido físico, y pasaba ya por la entrada de la última calle adyacente, cuando un auto amarillo y con números en sus lados, no hizo el "alto" a tiempo, creo yo, y terminó golpeándome por el costado. Por suerte no venía rápido. Por lo que pude ver fracciones antes del impacto, deduje que el mensaje en el celular del chófer ha de haber sido de vida o muerte ( no la mía, obviamente), o de su madre quizás, y por eso no me vió, ni tampoco al alto.
Quedé tendido sobre el pavimento, y calle abajo, mi patineta siguió su recorrido. Me puse de pie y, a parte de unas raspaduras leves, no sentí ningún dolor a hueso roto. Desde el auto el conductor me observaba, y al ver que yo parecía estar bien, dobló hacia la Tumba Muerto, no sin antes gritarme "chico de Porras, casi me matas de un susto". Se iba, así como si nada. Me llené de coraje, y con mi dignidad lacerada decidí seguirlo, tal vez era alguien del barrio, pues algunos hacían de taxistas o eran palancas los fines de semanas. Había unos que eran policías, incluso de Tránsito. No éste, no creo. De serlo habría hecho el alto, no?
Corrí hasta la Tumba Muerto, y recuperé mi patineta justo antes de que corriera peor suerte que yo. Pude ver el auto pero no alcancé a ver su placa. Creo que ni siquiera tenía.
Más adelante en una de las paradas, los pasajeros de un metrobús dañado se apeaban del mismo con rostros de disgusto. Pasé de largo y cada cierto tramo de la casi inexistente acera me trepaba en la patineta. No tenía mucho sentido hacerlo, pues donde había acera, ésta estaba agrietada o había algún carro estacionado.
A pesar de ser domingo, el tráfico era lento y pesado, aunque no lo suficiente para que yo le pudiera dar alcance al taxi. Me crucé para la casi nula isleta que quedaba bajo la línea del metro, el cual, estaba atascado en los rieles allá arriba, fuera de servicio, hacía meses ya. Entiendo que no hubo presupuesto para subsidiarlo lo que se vió reflejado en su mantenimiento.
La gente no dejaba de sonar la bocina de sus carros. El escándalo era insoportable. Los vendedores ambulantes parecían ser dueños de las calles, y las motos se movían en las direcciones que se les antojara. El escenario era de humo, ruído, caos, puro caos.
Así me fui hasta que llegué a El Dorado. Serpenteando mi paso entre el tráfico tras un taxista que pudo haberme matado y que nunca alcancé.
Comenzó a caer la tarde, y al poco rato ya oscurecía. Perdí el interés en el irresponsable taxista y me di cuenta que era mejor volver. Crucé a la parada del lado opuesto de la calle. Casi no había espacio, literalmente no cabía un alfiler. Me recosté contra una de las columnas, justo donde un raído afiche de campaña alentaba a votar por el actual Alcalde, un tal Ricardo "juega vivo" Smith. "la voz del pueblo" decía la última línea, y posaba con una sonrisa que mostraba un diente de oro
Estuve ahí por más de media hora y no pasaba un solo metrobús de mi ruta. No tenía muchas opciones, y caminar de vuelta no era una de esas, pues con el crímen de estos días, me matan hasta por mi vieja patineta. El metro estaba fuera de servicio, y uber y similares ya habían perdido la guerra años atrás, exactamente como yo la había perdido ante el taxista, ellos ante el sistema, y también ante los taxistas. Pero yo debía volver, y decidí que, ni modo, tendría que ser en taxi.
Volví a cruzar la calle y justo detrás del centro comercial había una pequeña plaza atiborrada de autos, amarillos todos. Me acerqué a una caseta que parecía ser el centro de control o despache. "Buenas noches, necesito un taxi", dije. Quien me atendía ni siquiera volteó a mirarme, solo dijo, "sí, y pa' ahónde?
"Cerro Viento", contesté.
"Mmm, ta duro, pero ponte en fila", y señaló hacía un callejón que bordeaba la plaza, también atiborrado, pero de gente. Gente que esperaba su turno para un taxi. Lucían cansados, molestos, sometidos, desesperanzados, y en el mejor de los casos, resignados.
Me paré al final de la cola, y alguien, que no estaba en la fila, reclamó que él seguía después de la señora obesa con los seis niños delante de mi. Era el padre de las criaturas y estaba notablemente ebrio, pues se asomó bociferando desde la puerta de el casino de la plaza con una bebida en su mano. "voy ahí, con la gorda de los pelaítos", dijo con una voz mancillada, y entrecortada por eructos.
Finalmente era mi turno. Me sorprendió que antes de llegar a donde salían los taxis había que subir una escalera maltrecha. A la señora y a sus seis niños les tomó varios minutos y malavares acrobáticos para subirla, y luego por alguna razón se alejaron del taxi. Dudo que un adulto mayor o alguien en silla de ruedas hubiese podrido llegar hasta arriba, jamás.
1038, tenía marcado en el costado el taxi, que al igual que el del perpetrador de mi atropello. tampoco tenía placa.
"Buenas noches, voy para Cerro Viento", dije esta vez con voz de ruego. A diferencia del despachador el individuo al volante me miró frunciendo el ceño, pero no contestó.
El calor era terrible, el sudor me corría por la frente, y aparentemente seguiría sudando, pues me percaté que los controles del aire acondicionado del auto solo quedaban los orificios en el tablero. Además el olor a cigarrillo que provenía del interior me causó unas náuseas momentáneas.
"Disculpe señor, voy para Cerro Viento", volví a repetir. Esta vez, y con cara de no te me acerques, respondió: Pa' allá? Pa allá NO VOY. NO VOY. NO VOY. NOOOO VOOOOOOY. Y su voz parecía reberberar en mi cabeza hasta el infinito. NOOOOOOOO VOOOOOY
Me desesperé como nunca, pero mi desesperación disminuyó cuando sentí la tibia mano de mi esposa sobre mi sudada frente,
"Carlos, se paró el abanico, parece que se fue la luz hace rato", me dijo.
"Qué soñabas que te escuché murmurar?
"Nada, nada mi amor. Solo tuve un mal sueño. Por suerte fue solo eso, un mal sueño, una pesadilla, nada ni de cerca parecido a la realidad".
Luego, a través de la penumbra extendí mi brazo izquierdo, y tanteando con la mano sobre mi mesita de noche localizé mi celular. Lo tomé y activé la pantalla. Busqué en las aplicaciones y mi sentí aún más aliviado. "Y ahora qué haces?, preguntó mi esposa.
"Nada", dije, para luego confesarle, , "verifico que aún existen UBER, Cabify, etc", por si no era un sueño, y me dejé caer en la cama, para en poco tiempo caer en un sueño profundo.
PD: Mi madre jamás ha vivido en Cerro Viento, y nunca me he andado en una patineta.
"Transporte, espacios públicos, y otros demonios urbanos"
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